"Y si alguna vez, en vida mía, la revolución llegara a separarse del honor, yo me apartaría de ella" Albert Camus


 
Hay algo en las sociedades muy similar a una ley de la física, pero que sucede en el mundo de la política. Es decir es inapelable, fatal e inexplicable a primera vista. Simplemente sucede. Me refiero a que cuando un actor político está conectado con el devenir de la historia y por esa vía con el sentido común ciudadano, todo le sale bien, aún los errores más crasos encajan en una narrativa general... que habla de éxito y ascenso. Pero por el contrario, cuando esa comunión con la historia se resquebraja y adviene un progresivo e inevitable desapego con los sentires de la sociedad, todo comienza a salir mal. Cada error, por más mínimo que sea, adquiere dimensiones extraordinarias. Y lo que antes eran certezas, resultan en extravíos. “Se perdió el sentido de la historia” se suele decir. Pero es mucho más que una frase a medida.

Es un círculo vicioso que transcurre lacónicamente entre el traspié y la mala medicina. Ocurre que como se perdió el sentido del devenir social, a nuevos males se aplican viejas pócimas. La primigenia memoria del ascenso nubla, no ilumina. Es ya otro tiempo real, social y político.

¿Entonces, qué tiene que suceder para que opere esta inexorable ley? Entre otras cosas, que los procesos políticos, especialmente aquellos profundos y con visos de revolución, hayan alcanzado una zona de confort. Y que el cuerpo político, en su momento transformador, termine acomodado en prerrogativas que ahora toca defender. Cuando bien sabemos, a estas alturas ya casi bíblica enseñanza, lo único permanente es el cambio

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