La soledad de los wehenayek
Entre las cosas que mi memoria decidió no olvidar, como solía decir Borges, está aquel día de junio de hace ya más de 20 años cuando por primera vez llegue al territorio wehenayek. Fue un largo recorrido por las comunidades de las márgenes del Pilcomayo, bajo un sol que no daba tregua, pero recompensado por un paisaje desmesurado y por las sabrosas conversaciones con los lugareños, pescadores la mayoría de ellos. Diálogos en los que sin embargo todavía primaba la desconfianza, muy justificada por cierto, tal como lo llegaría a comprobar más tarde.
Para mi fue adentrarme
en un mundo maravilloso y absolutamente diferente al que había conocido hasta
ese momento, a pesar de que ya llevaba un buen tiempo trabajando con las
comunidades guaraníes de lo que hoy se conoce como el Itika Guazú, en el
extenso Chaco tarijeño.
Y “diferente” quizás sea
la palabra más apropiada para describir ese momento y también lo que llegaría a
descubrir luego en innumerables caminares y ya de la mano de esos seres
excepcionales. De hecho, el gentilicio wehenayek alude precisamente a eso, al
ser diferente. Pero esa diferencia, que hace a la diversidad humana y enriquece
a la vida, no siempre es entendida así. No solo porque arteramente se
jerarquizan las diferencias, sino también porque frecuentemente estamos
incapacitados para entenderlas, respetarlas y valorarlas, sinceramente y más
allá de los recalentados discursos interculturales, tan a usanza en estos
tiempos. Pues, como alguna vez escribió Silvia Rivera, es muy fácil decir
hermano indígena, lo difícil es decir cuñado.
Nadie nos entiende. Me
dijo alguna vez un joven wehenayek, con mucha desazón, pero también con un dejo
de orgullo, porque ellos y también los que nos asomamos un poquito a los
misterios de su cultura, bien sabemos que en ese ser diferentes se cobija
una profusa y antigua sabiduría, que de ser compartida en mucho ayudaría a
descifrar algunos de los grandes dilemas que hoy aquejan a nuestro agobiado
mundo.
Ese desconocimiento,
frecuentemente premeditado, por tanto negación al final de cuentas, esta
condenando a la soledad al pueblo wehenayek.
El Estado boliviano
jamás entendió su manera de ser, fueron utilizados durante la guerra del Chaco,
pero nunca ningún wehenayek fue reconocido como excombatiente. Se los quiso
hacer agricultores casi compulsivamente, cuando ellos en esencia son
recolectores y pescadores. De ahí el fracaso de innumerables programas de
desarrollo que no hicieron otra cosa que alimentar el mito perverso de que en
realidad son flojos y que no les interesa progresar.
Presas del vendaval del
boom petrolero en el Chaco, apenas logran que las empresas petroleras, a manera
de mezquina dadiva, les compensen con algunos recursos que de ninguna manera
ayudan a una vida digna y sostenible frente a la dramática y acelerada
destrucción de su entorno natural.
“Cuando yo era niño
sabia muy bien qué haría de grande, sería un buen pescador como mi padre y mis
abuelos, pero ahora mis hijos no saben que serán porque el río se está
muriendo”. Nos dijo hace ya algunos años un wehenayek. Palabras tristemente
proféticas cuando en estos meses se cumple el segundo año virtualmente sin
pesca en el Pilcomayo. Es decir, a los wehenayek se les está arrebatando no
solo el sustento del presente, sino también el sueño de un futuro.
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