El mundo con barbijo
En el “Diario del año de la peste”, Daniel Defoe da cuenta del terror de las pandemias arrasando las ciudades europeas de ese tiempo, se trataba de tragedias colectivas atribuidas a la crueldad de unos dioses hartos de los devaneos humanos. Mucho tiempo después, en los años sesenta del siglo pasado, Albert Camus, en “La Peste”, recrea ese mundo de horror, pero a diferencia de Defoe, en esa oportunidad, el espíritu de los tiempos de por medio, si bien la peste es espanto colectivo, sobre todas las cosas es un sufrimiento individual, francamente existencial. Es una situación límite que pone al hombre en la más absoluta soledad y a la intemperie frente a sus circunstancias.
A su manera en estos días estamos volviendo a esta condición de soledad, parapetados detrás de un barbijo, sin la certeza de estar realmente protegidos e inermes frente a algo que definitivamente nos sobrepasa. Así, en los tiempos que corren de estos años del milenio apenas inaugurado, pero prematuramente envejecido, la peste, esta vez cifrada en algoritmos, vertiginosamente se expande por todos los confines del mundo.
Pocos creerán, a estas alturas de la creación, que se trata de un castigo divino, cabe suponer. Más aún cuando cada día se hace más evidente que esta pandemia es producto de una actividad económica muy lucrativa: la crianza de cerdos para el consumo humano. Se trata de granjas de propiedad de transnacionales de la industria alimentaria donde estos animales, hoy pavorosamente estigmatizados, son criados en condiciones de hacinamiento tan extremo que se convierten en verdaderas bombas de tiempo incubando innumerables gérmenes que luego de mutar se inocularan en los seres humanos.
Así de pronto amanecimos en un mundo donde los calidos abrazos, el bienaventurado beso o el siempre cómplice apretón de manos han sido proscritos. Y un inocente estornudo en un lugar público es motivo de sospecha y de escarnio. Lo viví en carne propia cuando una inoportuna alergia me jugo una mala pasada en un ascensor lleno de personas que con expresiones de terror se aprestaron a ajustar las correas de sus amparadores barbijos.
En definitiva, en los tiempos que corren, a pesar de la sensación de muchedumbre que nos dan las ciudades cada vez más pobladas, lo cierto es que estamos terminando recluidos en la triste trinchera de un barbijo. Víctimas de una guerra no declarada contra la naturaleza donde al parecer definitivamente triunfarán aquellos que juegan haciendo trampas y que transaron la ética del bien común por el afán del lucro desmedido.
Hoy sabemos que las pesadillas más escalofriantes, atribuidas a la inmisericordia de los dioses, que nos relata la literatura de todos los tiempos, pueden dejar de habitar los libros para instalarse definitivamente en el mundo real. Un mundo donde esos dioses quedaron pequeños, criaturas traviesas al fin de cuentas, frente a la furia de un sistema que no conoce limites, salvo su propia destrucción.
Tendremos que acostumbrarnos resignadamente a todo esto y comenzar a entrenar nuestra imaginación para, por ejemplo, adivinar la belleza de una mujer, a pesar del impertinente barbijo, solo por la luz que irradia de su mirada.
A su manera en estos días estamos volviendo a esta condición de soledad, parapetados detrás de un barbijo, sin la certeza de estar realmente protegidos e inermes frente a algo que definitivamente nos sobrepasa. Así, en los tiempos que corren de estos años del milenio apenas inaugurado, pero prematuramente envejecido, la peste, esta vez cifrada en algoritmos, vertiginosamente se expande por todos los confines del mundo.
Pocos creerán, a estas alturas de la creación, que se trata de un castigo divino, cabe suponer. Más aún cuando cada día se hace más evidente que esta pandemia es producto de una actividad económica muy lucrativa: la crianza de cerdos para el consumo humano. Se trata de granjas de propiedad de transnacionales de la industria alimentaria donde estos animales, hoy pavorosamente estigmatizados, son criados en condiciones de hacinamiento tan extremo que se convierten en verdaderas bombas de tiempo incubando innumerables gérmenes que luego de mutar se inocularan en los seres humanos.
Así de pronto amanecimos en un mundo donde los calidos abrazos, el bienaventurado beso o el siempre cómplice apretón de manos han sido proscritos. Y un inocente estornudo en un lugar público es motivo de sospecha y de escarnio. Lo viví en carne propia cuando una inoportuna alergia me jugo una mala pasada en un ascensor lleno de personas que con expresiones de terror se aprestaron a ajustar las correas de sus amparadores barbijos.
En definitiva, en los tiempos que corren, a pesar de la sensación de muchedumbre que nos dan las ciudades cada vez más pobladas, lo cierto es que estamos terminando recluidos en la triste trinchera de un barbijo. Víctimas de una guerra no declarada contra la naturaleza donde al parecer definitivamente triunfarán aquellos que juegan haciendo trampas y que transaron la ética del bien común por el afán del lucro desmedido.
Hoy sabemos que las pesadillas más escalofriantes, atribuidas a la inmisericordia de los dioses, que nos relata la literatura de todos los tiempos, pueden dejar de habitar los libros para instalarse definitivamente en el mundo real. Un mundo donde esos dioses quedaron pequeños, criaturas traviesas al fin de cuentas, frente a la furia de un sistema que no conoce limites, salvo su propia destrucción.
Tendremos que acostumbrarnos resignadamente a todo esto y comenzar a entrenar nuestra imaginación para, por ejemplo, adivinar la belleza de una mujer, a pesar del impertinente barbijo, solo por la luz que irradia de su mirada.
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