La novela de Jesús Urzagasti
Siempre me quedó la duda sobre si Jesús Urzagasti ha escrito varias novelas o en realidad desde siempre está escribiendo una sola, eternamente inacabada, inacabable en realidad, acaso porque a los mundos que frecuenta, mágicos y escurridizos, no es posible emboscarlos de una sola vez y para siempre, pues los seres y territorios que convoca Jesús a través de los ritos de las palabras permanentemente requieren ser nombrados, restituidos a la vida y así ocupar un lugar en el mundo que de otra manera les estaría vedado.
Igualmente me queda la duda, a pesar de las pruebas irrefutables que indican lo contrario, si en realidad Jesús Urzagasti salio alguna vez del Chaco, porque indudablemente los hechizos de estas tierras impregnan cada una de las páginas de su obra, pero no como ecos de nostálgica ausencia o como un ejercicio de mera reminiscencia sino como una presencia tan viva que no es posible dejar de estremecerse al sentir que de sus palabras emanan los aromas del monte chaqueño y al dar vuelta las hojas cómo no saberse acariciados por el mismismo frescor de los inigualables amaneceres de la provincia entrañable.
En efecto, como no estremecerse cuando el Chaco se hace vida en palabras como éstas: “Es tierra parda y humilde, aunque las ondulaciones de los cerros le atribuyen un carácter decididamente misterioso. Con ser única, su estampa se transforma y no se entrega fácilmente al observador. Si es un indio guaraní quien la mira, asume la imagen de una flor silvestre, verde por un lado y colorada por el otro, con los atributos de lo divino y lo demoníaco. En cambio cuando de le aproxima el perverso, lo extravía hasta depurarlo; en parajes donde sólo las sombras mandan, le anuncia la redención”.
Por ello yo siempre consideré que Jesús Urzagasti no solo es un escritor nacido en la Provincia del Gran Chaco, como lo testimonian las escuetas biografías que figuran en las solapas de sus libros, sino es un escritor esencialmente en-el-Chaco o, dicho de otro modo, un ser-medularmente-chaqueño.
Y esa presencia viva del Chaco en Jesús y su obra, que tal vez algunos convengan en llamar chaqueñidad, obviamente entraña un compromiso y tiene sus consecuencias. La primera de ellas, sin duda, la responsabilidad de saberse portador de las palabras imprescindibles para nombrar y hacer visible un mundo habitado por seres que discurren su vida ajenos a los resplandores y bullicios del país oficial. Seres, pienso en los indígenas chaqueños por ejemplo, poseedores de una sabiduría difícil de entender en estos días, pero que con seguridad de ser escuchados nos ahorrarían buena parte del camino necesario para adentrarnos en las profundidades de ese misterioso territorio que es el alma humana.
Pero también el-ser-chaqueño de Jesús le impone la tarea de hacer comulgar dos mundos que con frecuencia no se encuentran en nuestro país: el de las provincias y el de las grandes ciudades.
Asimismo, escudriñar con terquedad la memoria, convocar a los muertos y tender puentes entre ellos, entre éstos y nosotros, en fin, hacer de intermediario entre aquellos que en vida no les fue dado el milagro de conocerse, es un oficio lleno de contingencias pero que Jesús Urzagasti se lo impone como un deber en las paginas de esa inacabable novela en la que con una terquedad proverbialmente chaqueña empeña días y noches.
Ahora que escribo estas páginas, dictadas por el afecto y la admiración ante quien considero mi maestro, caigo en cuenta que el Chaco en virtud a la obra de Jesús dejo de ser una mera referencia geográfica para convertirse en una forma esencial de ver y estar en el mundo. Un ver que en esencia no es otra cosa que la sensibilidad precisa para mirar más allá de los datos inmediatos de la realidad y un estar en el mundo como un arraigo casi religioso a la tierra. Una forma de ver y estar en el mundo imprescindibles para desentrañar las encrucijadas que la vida nos depara en estos tiempos con demasiada frecuencia opacos.
Escritores que como Jesús van directamente “del corazón a sus asuntos” tal cual reclamaba para sí mismo Miguel Hernández, nos dan la certidumbre de que gracias a dios la literatura todavía existe, pero no como una artificiosa creación a la medida de los regustos de los mercados, ni tampoco para rendir pleitesías al poder, sino como una responsabilidad con los dolores del mundo, pero también para procurarnos infinitos gozos y por supuesto para exorcizar demonios que solo dan tregua cuando las palabras alcanzan un orden en el papel y por fin dejan de pertenecernos.
De esa manera, En el país del silencio es posible encontrar claves fundamentales que nos dan la convicción de que este país, castigado y vilipendiado, es una realidad, como es una realidad la nación boliviana. Han pasado demasiadas cosas en estas castigadas tierras, inconmensurables desconsuelos y desbordantes gozos, como para no dar cabida a la ineludible certidumbre de un ser nacional, inacabado y permanentemente acechado, pero siempre cierto y revivido. Esa es para mí la mayor certidumbre que nos ofrece el libro que hoy presentamos.
(Texto leído en la presentación a la segunda edición de En el país del silencio de Jesús Urzagasti)
Igualmente me queda la duda, a pesar de las pruebas irrefutables que indican lo contrario, si en realidad Jesús Urzagasti salio alguna vez del Chaco, porque indudablemente los hechizos de estas tierras impregnan cada una de las páginas de su obra, pero no como ecos de nostálgica ausencia o como un ejercicio de mera reminiscencia sino como una presencia tan viva que no es posible dejar de estremecerse al sentir que de sus palabras emanan los aromas del monte chaqueño y al dar vuelta las hojas cómo no saberse acariciados por el mismismo frescor de los inigualables amaneceres de la provincia entrañable.
En efecto, como no estremecerse cuando el Chaco se hace vida en palabras como éstas: “Es tierra parda y humilde, aunque las ondulaciones de los cerros le atribuyen un carácter decididamente misterioso. Con ser única, su estampa se transforma y no se entrega fácilmente al observador. Si es un indio guaraní quien la mira, asume la imagen de una flor silvestre, verde por un lado y colorada por el otro, con los atributos de lo divino y lo demoníaco. En cambio cuando de le aproxima el perverso, lo extravía hasta depurarlo; en parajes donde sólo las sombras mandan, le anuncia la redención”.
Por ello yo siempre consideré que Jesús Urzagasti no solo es un escritor nacido en la Provincia del Gran Chaco, como lo testimonian las escuetas biografías que figuran en las solapas de sus libros, sino es un escritor esencialmente en-el-Chaco o, dicho de otro modo, un ser-medularmente-chaqueño.
Y esa presencia viva del Chaco en Jesús y su obra, que tal vez algunos convengan en llamar chaqueñidad, obviamente entraña un compromiso y tiene sus consecuencias. La primera de ellas, sin duda, la responsabilidad de saberse portador de las palabras imprescindibles para nombrar y hacer visible un mundo habitado por seres que discurren su vida ajenos a los resplandores y bullicios del país oficial. Seres, pienso en los indígenas chaqueños por ejemplo, poseedores de una sabiduría difícil de entender en estos días, pero que con seguridad de ser escuchados nos ahorrarían buena parte del camino necesario para adentrarnos en las profundidades de ese misterioso territorio que es el alma humana.
Pero también el-ser-chaqueño de Jesús le impone la tarea de hacer comulgar dos mundos que con frecuencia no se encuentran en nuestro país: el de las provincias y el de las grandes ciudades.
Asimismo, escudriñar con terquedad la memoria, convocar a los muertos y tender puentes entre ellos, entre éstos y nosotros, en fin, hacer de intermediario entre aquellos que en vida no les fue dado el milagro de conocerse, es un oficio lleno de contingencias pero que Jesús Urzagasti se lo impone como un deber en las paginas de esa inacabable novela en la que con una terquedad proverbialmente chaqueña empeña días y noches.
Ahora que escribo estas páginas, dictadas por el afecto y la admiración ante quien considero mi maestro, caigo en cuenta que el Chaco en virtud a la obra de Jesús dejo de ser una mera referencia geográfica para convertirse en una forma esencial de ver y estar en el mundo. Un ver que en esencia no es otra cosa que la sensibilidad precisa para mirar más allá de los datos inmediatos de la realidad y un estar en el mundo como un arraigo casi religioso a la tierra. Una forma de ver y estar en el mundo imprescindibles para desentrañar las encrucijadas que la vida nos depara en estos tiempos con demasiada frecuencia opacos.
Escritores que como Jesús van directamente “del corazón a sus asuntos” tal cual reclamaba para sí mismo Miguel Hernández, nos dan la certidumbre de que gracias a dios la literatura todavía existe, pero no como una artificiosa creación a la medida de los regustos de los mercados, ni tampoco para rendir pleitesías al poder, sino como una responsabilidad con los dolores del mundo, pero también para procurarnos infinitos gozos y por supuesto para exorcizar demonios que solo dan tregua cuando las palabras alcanzan un orden en el papel y por fin dejan de pertenecernos.
De esa manera, En el país del silencio es posible encontrar claves fundamentales que nos dan la convicción de que este país, castigado y vilipendiado, es una realidad, como es una realidad la nación boliviana. Han pasado demasiadas cosas en estas castigadas tierras, inconmensurables desconsuelos y desbordantes gozos, como para no dar cabida a la ineludible certidumbre de un ser nacional, inacabado y permanentemente acechado, pero siempre cierto y revivido. Esa es para mí la mayor certidumbre que nos ofrece el libro que hoy presentamos.
(Texto leído en la presentación a la segunda edición de En el país del silencio de Jesús Urzagasti)
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