Entre dos mundos


 

 
Ya sea por viajes reales, es decir con patentes partidas y urgentes retornos, o simplemente por desplazamientos imaginarios a través de los libros, pues como alguna vez dijo Borges “leer es la forma más cómoda y segura de viajar, pero también puede ser inquietante”, tuve acceso a dos mundos tristemente fragmentados. El de la modernidad de las grandes y oropeladas urbes y el universo de umbrías comarcas donde la vida se asemeja más a un milagro que, como siempre debería ser, a una celebración de la naturaleza, pues según intuyo todos los dioses actúan a través de ella y de ahí su sagrada investidura. 

Y en estos andares fui asumiendo una actitud que con el tiempo tomé como una modesta misión: tender, también modestamente, puentes entre esos dos mundos. Pues siempre entendí que la vida que me tocó vivir era en cierta medida un privilegio y a todo privilegio, siempre inmerecido, le debería corresponder cuando menos una obligación.

En esos afanes de oficioso y perplejo traductor siempre fui sorprendido por transcendentales revelaciones. Por ejemplo, la de descubrir que la sabiduría poco tiene que ver con la cuna, la tecnología o el color de la piel. Que un guaraní chaqueño bien podría conversar con un académico caucásico europeo y simplemente llegar a las mismas conclusiones. Y que hay una humanidad que cruza fronteras de toda clase, que se erige por encima de las mezquindades y que funde los muros, tan de moda en esta sombría era Trump. Igualmente aprendí que la bondad no requiere de solemnes templos sino de un par de piernas decididas y un corazón franco que la sostengan.

Así, en mi oficio de viajero lector me encontré con Ulrich Beck, de quien me confieso creyente por la certidumbre de su pensamiento, pero sobre todo por su visión ética de la vida. Y me reconozco en él cuando coloquialmente afirmaba que “el smog es democrático”, aludiendo con ello a la sociedad del riesgo que vivimos en estos días y que nos está afectando a todos por igual. Y a la incapacidad de lograr consensos para enfrentar desafíos como el cambio climático, la crisis financiera o las migraciones masivas “debido sobre todo por la ideología dominante, el neoliberalismo, que antepone el negocio a los riesgos y que impide que acaben de concretarse medidas globales eficaces para combatirlos”.

Algo parecido había oído, bajo la generosa sombra de un lapacho chaqueño, de un campesino paraguayo que, argumentando en favor de trabajar todos unidos, afirmaba “ya nadie podrá vivir como hasta ahora” aludiendo a los cambios en el clima y otras amenazas a la vida en el Chaco que impactan a la vida de todos por igual.

A su turno Ulrich Beck concluía en que “creo que carecemos aún de categorías, mapas y brújula para ese Nuevo Mundo”, pero el chaqueño, con la brújula y los pies bien puestos sobre la tierra, aportaba una indiscutible y aparentemente ingenua pista: ¿y si nos organizamos?

Siempre ando a la pesca de estos reveladores paralelismos e invariablemente doy con ellos, así el gran economista de una renombrada universidad tendrá sus pares en las mujeres rurales que gestionan la escasez con inigualable maestría o el galardonado literato de turno que sin duda se sonrojaría ante los viejos contadores de historias que aún sin saber escribir hicieron de las noches frente al fogón su propia ágora.

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