De cuando la diversidad se rebeló
Habitar mundos diversos es un privilegio. Vista desde la
metrópoli la aldea tiene otro sentido y así recíprocamente. Ya Mariátegui lo había
vislumbrado cuando reveló que fue recién en Europa cuando descubrió América. Sucede
que solo siendo nativos de una pluralidad de mundos es posible entender, por
ejemplo, que la palabra sencilla, arraigada en la sabiduría ancestral de
quienes cohabitan con la tierra y sus misterios más profundos, tiene tanto
valor como la que fluye en los receptáculos postmodernos del conocimiento: el
libro, ahora digital, las redes, las imágenes siempre vertiginosas y la eterna,
pero cada vez más tenue, memoria urbana.
Sin embargo se trata de mundos aislados, es decir erigidos en
islas, y que así permanecerán en tanto no sean expuestos a la luminiscencia de
encuentros por obra de las palabras que, como bien sabemos, crean universos
cuando son fraternas y sensibles a las texturas de lo diferente. De perseverar
en lo contrario esos mundos están condenados a ser, a decir de Chimamanda
Adichie, “presas de una sola historia”, a divagar como cartografías rotas y a
cicatrizar en una humanidad cercenada.
Y no solo hablo de geografía física, sino también de esa otra
geografía que emerge majestuosa cuando cerramos los ojos y nos es dado mirar nuestro
ser interior en toda su extensión. Así descubrimos que esa geografía también
está a menudo escindida. Ella se construyó a semejanza del mundo que habita y
en esa medida también sedimentó prejuicios y rencores, albergó creencias y
encumbró tabúes.
Todo ello a propósito de la indudable revolución que está
aconteciendo en nuestro tiempo: la rebelión de la diversidad. La diversidad, la
implacable otredad, irrumpió en el escenario de entre siglos, no exenta de
violencia y redujo a la categoría de mercachifles a quienes poco antes habían
anunciado el fin de la historia, emblematizados en el inefable Francis Fukuyama
y obsequiosamente autorretratados en la caída del Muro de Berlín.
El primer trofeo de la época fue la incertidumbre y su
víctima inaugural la filosofía. Desde los griegos nos habíamos acostumbrado a
buscar una verdad última y a edificar sistemas totalizadores que pretendían
explicarlo todo. Aun Marx, occidental en definitiva, anduvo esos caminos,
aunque sin duda su mayor mérito fue dejar de lado una filosofía hasta ese
entonces casi contemplativa por otra que combativamente aspiraba a cambiar el
mundo.
“La verdad habita muchas cabezas” reza un proverbio africano.
No hay una verdad única ni última nos está diciendo con urgencia. Veracidad
compleja, sabiduría seguramente construida en siglos, pero diáfana y
transparente para iluminar en su sencillez la búsqueda de sentidos comunes en
un tiempo opaco y que se nos antoja sin sentido.
Así, la irrupción de la diversidad fue una certera bofetada al
monocorde orden establecido. Nadie quedo a salvo. Pues hasta en el sacrosanto
mundo de lo privado los closets se abrieron y dieron paso a quienes se habían
mantenido en la clandestinidad más oprobiosa, a la que habían sido condenados
por una opción sexual diferente.
Luego de siglos de infamia y posteriormente también víctimas
de una antropología condescendiente, pero finalmente colonial, los indígenas
también iniciaron su larga marcha al verdadero reconocimiento de su integridad
humana. No más postales, no más objetos de etnografías encubridoras, sino
sujetos de derechos fundados en el respeto y el ejercicio de la primigenia
prerrogativa a ser diferentes y a traducir esa diferencia en sistemas de vida que
a su vez ponen en tela de juicio las coordenadas del llamado desarrollo.
De esa manera el desarrollo, es decir el camino convencional
y escalonado que siguieron las sociedades llamadas occidentales a formas de
vida y de consumo que hoy colisionan con la naturaleza, en su pretenciosa
universalidad es reducido a un simple eufemismo cuando se lo confronta con la
diversidad. Pues hay otras formas de vida y otros patrones de creación de
riqueza que a pesar de su negación y de haber sido minimizados a la categoría
de primitivos hoy perduran y alimentan a gran parte de la humanidad.
Paradójicamente lo que hoy está en duda es la llamada
civilización occidental, ya Gandhi en su primera visita a Londres siendo líder
de la India sublevada, a la pregunta de qué piensa de occidente sabiamente
respondió “me parece una buena idea”. Bueno pues, justamente esa idea es la que
en estos tiempos está siendo objetada por la diversidad.
Pensar la humanidad en términos de temporalidades diacrónicas
y jerarquizándolas en función a si son modernas o primitivas, es también una
afrenta a la diversidad. Pues, como relata Carlos Fuentes “cuando pregunté a un campesino a qué distancia se encontraba la aldea
de Anenecuilco éste respondió: ‘Si hubiese partido usted al despuntar el alba,
estaría ahora allí’. Este hombre poseía un reloj interno que marcaba su propio
tiempo y el de su cultura. Pues los relojes de todos los hombres y mujeres de
todas las civilizaciones, no están puestos a la misma hora".
Ser diferente y no fundar jerarquías en virtud a esa
diferencia es quizás el más primordial de los derechos humanos y de la
naturaleza. Es la utopía de estos tiempos. Y de ellos se hablará en el futuro
como la época en la que las diversidades emprendieron su rebelión y sembraron
la simiente de un mundo mejor. Solo entonces la libertad, ese otro sueño desde
siempre traicionado, habrá sido posible.
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