La Choledad
El azar no es una casualidad, me dijo una tarde habanera don Miguel Mármol, ese ya ausente y siempre entrañable revolucionario salvadoreño. Para luego enseñarme que al azar le precede una serie de acontecimientos que al ordenarse de una determinada manera hacen que las cosas ocurran de una forma y no de otra. Un orden regido por insondables misterios y al que nos está vedado acceder o de lo contrario la magia que precede al advenimiento de esas cosas inesperadas inevitablemente se desvanecería. El azar nunca me fue ajeno y siempre lo consideré un apreciado compañero en mis múltiples caminares.
Y precisamente fue el azar el que me condujo, una noche limeña ya lejana, a encontrar a uno de los seres más entrañables que la vida me deparo conocer. Pues travesuras del azar se hicieron presentes cuando fuimos amablemente expulsados de “Las brisas del Titicaca” ante la inminente caída de su portentosa techumbre de calamina duramente castigada por el salitre costeño y, después de muchos intentos frustrados por retomar la malograda noche, terminamos recalando en una remota peña criolla en el Callao.
No bien entramos y fuimos parte de un corrillo que en estricta confidencialidad circulaba entre los parroquianos. “Al amanecer suele llegar el Zambo Cavero”, era la consigna en cuestión y efectivamente, después de varias rondas de fraternal pisco, hizo su aparición un ser monumental, inmensamente gordo, un mulato cuya zamba cabellera ya era casi toda blanca. Quien sin mediar palabra alguna ocupo el centro del local que hacía de escenario y luego de un cómplice intercambio de miradas con los músicos, se largo con nada menos que “Cada domingo a las doce”. Es decir: Cuando tengas que partir / quiero que sepas / que estaré pensando en ti /todos mis días / vivirás en mi alegría y mi tristeza / reinarás en el altar del alma mía / al partir me dejarás tus agonías / que en la casa que sin ti / quedó muy triste / Nadie ocupará el lugar que tú tenías / porque se murió mi amor cuando te fuiste.
Esa noche quedó para siempre entre las cosas que mi memoria eligió no olvidar, como alguna vez escribió Borges, me unió irremediablemente a la música peruana, pero sobre todas las cosas me hizo pensar seriamente en algo que intuía era parte de mi abigarrada identidad, pero que casi por descuido la tenía por ahí adormecida, acechante y que solo el generoso alcohol, muy frecuentado en esa época, la ponía a flote. Me refiero nada menos que a mi íntima choledad.
Sí, la choledad, ese dialogo con frecuencia violento entre nuestra casi racial soledad y la desbordante, multicolor y diversa, brutal, realidad que nos rodea en países donde, como en el Perú o Bolivia, “todas las sangres se mezclaron” a decir de José María Arguedas. No es el mestizaje, sociologicamente bendecido, antropológicamente condenado y desde la pragmática política siempre instrumentado, sino la apasionada construcción de una forma de ver y estar en el mundo y la cotidiana adscripción a un universo que siempre se les antojará grosero y de mal gusto a quienes defienden purezas de cualquier tipo.
Apelativos como “colorinche”, “chabacano” o “choleado” pretenden condenarla y vanamente descalificarla, pero la choledad, siempre ajena a la moral de turno, se erige por encima de las reglas del buen vestir, del sentir correcto, opaco y autocensurado, y es, a su manera, una incontinencia de sentimientos a veces inconfesables, porque así como frecuenta lo egregio no le es ajeno lo mórbido.
¿De dónde proviene esa inconmensurable soledad que subyace a la choledad? Tal vez de inconfensables dolores, de ausencias sin sosiego, de encuentros incumplidos o con seguridad también de reminiscencias a tiempos remotos, pues lejos de ser el benigno “crisol de razas” de la historia oficial, en sus orígenes la choledad fue ruptura y violación, destierro y dolor, el irremediable fin de un mundo cuyo sacrificio sirvió para dar lugar a uno nuevo. No en vano, ya Gracilazo, atribuye a cholo el significado de perro, que supuestamente provendría del vocablo aymara chulé.
Muchas poesías se escribieron desde la choledad, pero quizás nadie como César Vallejo, la haya expresado de manera más contundente. No en vano él mismo era conocido como el “Cholo” Vallejo y si hasta ahora les resulta difícil a los estudiosos clasificar su poesía en una determinada corriente poética, es precisamente porque ésta habita el reino de la choledad, es decir, escabulléndose de todo academicismo fatuo, está impregnada toda ella de pasión, soledad y las alquimias propias de un mundo indescifrable para quienes miran la vida con arrogancia.
Su música emblemática son sin duda el valcesito peruano y el bailecito boliviano, así en diminutivo, pues dicho sea de paso, nombrar en diminuto a las cosas es la forma por excelencia de expresarse que tiene la choledad, no es vaso, es vasito, no es vida es vidita, no es amor es amorcito, y no por el afán de concebirlas menos grandes, sino solo con el propósito de hacer evidentes afectos en cada palabra. O quizás también, por una delicadeza propia de quienes se ven obligados a pedir disculpas en cada momento de su existencia.
Los imbuidos de choledad lloramos con pasmosa facilidad, sobre todo cuando entre pecho y espalda nos habita un trago demás. Pero sea dicho en nuestro favor que en verdad hay que ser muy severos para no gemir escuchando ciertos valcesitos y bailecitos en los que sinceramente sentimos que con la última nota la vida irremediablemente se nos va.
Y precisamente fue el azar el que me condujo, una noche limeña ya lejana, a encontrar a uno de los seres más entrañables que la vida me deparo conocer. Pues travesuras del azar se hicieron presentes cuando fuimos amablemente expulsados de “Las brisas del Titicaca” ante la inminente caída de su portentosa techumbre de calamina duramente castigada por el salitre costeño y, después de muchos intentos frustrados por retomar la malograda noche, terminamos recalando en una remota peña criolla en el Callao.
No bien entramos y fuimos parte de un corrillo que en estricta confidencialidad circulaba entre los parroquianos. “Al amanecer suele llegar el Zambo Cavero”, era la consigna en cuestión y efectivamente, después de varias rondas de fraternal pisco, hizo su aparición un ser monumental, inmensamente gordo, un mulato cuya zamba cabellera ya era casi toda blanca. Quien sin mediar palabra alguna ocupo el centro del local que hacía de escenario y luego de un cómplice intercambio de miradas con los músicos, se largo con nada menos que “Cada domingo a las doce”. Es decir: Cuando tengas que partir / quiero que sepas / que estaré pensando en ti /todos mis días / vivirás en mi alegría y mi tristeza / reinarás en el altar del alma mía / al partir me dejarás tus agonías / que en la casa que sin ti / quedó muy triste / Nadie ocupará el lugar que tú tenías / porque se murió mi amor cuando te fuiste.
Esa noche quedó para siempre entre las cosas que mi memoria eligió no olvidar, como alguna vez escribió Borges, me unió irremediablemente a la música peruana, pero sobre todas las cosas me hizo pensar seriamente en algo que intuía era parte de mi abigarrada identidad, pero que casi por descuido la tenía por ahí adormecida, acechante y que solo el generoso alcohol, muy frecuentado en esa época, la ponía a flote. Me refiero nada menos que a mi íntima choledad.
Sí, la choledad, ese dialogo con frecuencia violento entre nuestra casi racial soledad y la desbordante, multicolor y diversa, brutal, realidad que nos rodea en países donde, como en el Perú o Bolivia, “todas las sangres se mezclaron” a decir de José María Arguedas. No es el mestizaje, sociologicamente bendecido, antropológicamente condenado y desde la pragmática política siempre instrumentado, sino la apasionada construcción de una forma de ver y estar en el mundo y la cotidiana adscripción a un universo que siempre se les antojará grosero y de mal gusto a quienes defienden purezas de cualquier tipo.
Apelativos como “colorinche”, “chabacano” o “choleado” pretenden condenarla y vanamente descalificarla, pero la choledad, siempre ajena a la moral de turno, se erige por encima de las reglas del buen vestir, del sentir correcto, opaco y autocensurado, y es, a su manera, una incontinencia de sentimientos a veces inconfesables, porque así como frecuenta lo egregio no le es ajeno lo mórbido.
¿De dónde proviene esa inconmensurable soledad que subyace a la choledad? Tal vez de inconfensables dolores, de ausencias sin sosiego, de encuentros incumplidos o con seguridad también de reminiscencias a tiempos remotos, pues lejos de ser el benigno “crisol de razas” de la historia oficial, en sus orígenes la choledad fue ruptura y violación, destierro y dolor, el irremediable fin de un mundo cuyo sacrificio sirvió para dar lugar a uno nuevo. No en vano, ya Gracilazo, atribuye a cholo el significado de perro, que supuestamente provendría del vocablo aymara chulé.
Muchas poesías se escribieron desde la choledad, pero quizás nadie como César Vallejo, la haya expresado de manera más contundente. No en vano él mismo era conocido como el “Cholo” Vallejo y si hasta ahora les resulta difícil a los estudiosos clasificar su poesía en una determinada corriente poética, es precisamente porque ésta habita el reino de la choledad, es decir, escabulléndose de todo academicismo fatuo, está impregnada toda ella de pasión, soledad y las alquimias propias de un mundo indescifrable para quienes miran la vida con arrogancia.
Su música emblemática son sin duda el valcesito peruano y el bailecito boliviano, así en diminutivo, pues dicho sea de paso, nombrar en diminuto a las cosas es la forma por excelencia de expresarse que tiene la choledad, no es vaso, es vasito, no es vida es vidita, no es amor es amorcito, y no por el afán de concebirlas menos grandes, sino solo con el propósito de hacer evidentes afectos en cada palabra. O quizás también, por una delicadeza propia de quienes se ven obligados a pedir disculpas en cada momento de su existencia.
Los imbuidos de choledad lloramos con pasmosa facilidad, sobre todo cuando entre pecho y espalda nos habita un trago demás. Pero sea dicho en nuestro favor que en verdad hay que ser muy severos para no gemir escuchando ciertos valcesitos y bailecitos en los que sinceramente sentimos que con la última nota la vida irremediablemente se nos va.
“Nada más apasionado que el corazón de un cholo” escribió alguna vez nuestro Zavaleta Mercado, él mismo imbuido de vasta choledad, y quizás nada como la palabra pasión describa de mejor manera a la choledad. Porque pasión, en sus seis proféticas letras o en complicidad con otras, cobija significados propicios para nombrarla. Com-pasión, a-pasion-ado, pasión-aria, en fin apelativos de formas de existir en el mundo imbuidas de profundos y a veces contradictorios sentimientos, como son la solidaridad y el egoísmo, el amor desenfrenado, pero también vehementes y seculares odios, propios de quienes en muchas circunstancias fueron obligados a contemplar el discurrir de la vida desde la marginalidad, el dolor y la exclusión.
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