Los bolivianos
Recorrer la historia de este país, más allá de los lugares comunes cifrados en las fábulas oficiales de todo cuño, es una aventura que con seguridad no discurrirá sin frecuentar el dolor y la nostalgia. Es que en verdad las cosas no se dieron fáciles en estas tierras, repetidamente vientos de odio azotaron las calles de sus ciudades, con demasiada frecuencia nos supimos sobrevivientes en un país siempre al borde del abismo y el olvido se enseñoreó de sus campos donde en muchos de ellos la vida se asemeja más a un milagro, a un terco y afanoso aferrarse a la vida, que al gozo de un maravilloso y plácido perseverar sobre la tierra.
Pero aquí estamos y aquí estaremos a pesar de todas las adversidades. Porque la tenacidad y el trabajo, honrado y creador, no nos son ajenos. A pesar de las agoreras profecías que hablan de un país inviable nos aferramos a estas tierras como en su tiempo lo hizo Nicolás Flores, el primer criollo nacido vivo en las alturas potosinas cuando nadie creía que ello era posible, “parido el día de natividad, vivió y fue el primero que se logró de los que en Potosí nacieron” como cuenta un cronista de la época, que también afirma que el cura a tiempo de bautizarlo sentenció “porque Nicolás te llamas, vivirás”.
Y siempre que pienso en la tenacidad de los bolivianos se me viene a la memoria las historias que escuche de labios de Mbaranday Machirope, un líder guaraní chaqueño ya muerto, cuyo abuelo caminó durante meses desde su natal Ñaurenda hasta la lejana Sucre, entonces la sede del gobierno, pues esto ocurrió en el siglo XIX, cuando gobernaba Mariano Baptista. Reclamaba sus tierras, esgrimiendo para ello un viejo título colonial donde el Virrey de Toledo les concedía la propiedad de ellas. Nadie le llevo el apunte en la aristocrática ciudad, pero a su regreso el viejo guaraní hizo jurar a toda su familia que ese título pasaría de generación en generación hasta que finalmente se cumpla, al nieto Mbaranday, un siglo después, le correspondió consumar ese designio. Y a él un siglo nunca le pareció demasiado tiempo, tal vez por lo sabio que con certeza era y acaso también porque escuchó ese chamamé chaqueño que dice que “la paciencia es la vieja ciencia con la que los pobres cambian la historia”.
Tenaces también fuimos los bolivianos en Boquerón. En efecto, de todas las dolorosas circunstancias que le toco padecer al país en los tiempos de la guerra chaqueña, Boquerón es quizás la que de manera más lúcida simboliza el empeño de la nación por llegar a ser a pesar de todas las adversidades. Porque además de la grandeza épica de la hazaña bélica de Marzana y de ese ejército de seres harapientos pero luminosos que junto a él se inmolaron en el cerco paraguayo, Boquerón es un hecho social que perdura hasta nuestros días. En la construcción del imaginario nacional es el mentís más formidable a los discursos negadores de la viabilidad de Bolivia como nación y que con el tiempo habrían de cristalizar en lo que Francovich llamó el “mito del destino adverso”. Así, de la llamarada chaqueña, emergerá además de una conciencia nacional, el sentimiento de que aún desde las ruinas Bolivia puede llegar a ser. En ese poder ser está la clave del destino posible de la nación.
Pero en estas tierras hay heroísmos de toda estirpe. Solo hace unos días el Clarín de Buenos Aires entrevistaba a Rubén Darío Suárez, un joven cruceño que hizo realidad uno de los proyectos culturales más relevantes de estos tiempos. Recopilando partituras de las misiones Chiquitanas del siglo XVII, la Orquesta Sinfónica Boliviana Hombres Nuevos se convirtió no solo en un referente mundial en este tipo de música, sino igualmente en una oportunidad de vida para cientos de niños y niñas. “Esta música es nuestra, es única y nos sentimos dueños de ella. Es lo único que tenemos que no tienen otros", dice Rubén Darío en la entrevista en cuestión, donde también se da cuenta de una leyenda chiquitana que afirma que “para atravesar el río del olvido, y reunirse con los antepasados, hay que ser capaz de tocar buena música sobre el lomo de un yacaré, porque sólo los yacarés y un violín desafían el olvido”.
También solo hace algunos meses los bolivianos nos propusimos una tarea que tal vez en el fondo solo unos cuantos creían que era posible: crear en muy poco tiempo un nuevo padrón electoral, biométrico esta vez. Esta desafiante faena fue emprendida por millones de ciudadanos y hoy sabemos que está plenamente cumplida. Se ha superado, hasta la fecha, con casi el 10 % la meta prevista. Una verdadera proeza ciudadana y una indiscutible adscripción a la democracia.
Sí, adscritos a la democracia, porque a pesar de todo, los bolivianos siempre terminamos pactando, al borde de un abismo y buscando desesperadamente el próximo, es verdad, pero mal que bien dentro de las reglas, algo difusas a veces, de la democracia, que ya es un patrimonio colectivo. Y eso no es poca cosa, sobre todo cuando hoy sabemos que, por ejemplo, en el Perú, un país tan parecido al nuestro, y hoy tan dolorosamente lejano, el proceso de emergencia senderista y la consiguiente represión fujimorista costó más de cincuenta mil dolorosas muertes.
Los bolivianos somos apasionados en extremo, siempre nos creemos embarcados en descomunales e inéditas tareas, tal vez porque ejercemos concienzudamente nuestra mediterraneidad y desde las montañas que erigimos –mayores a las que por destino heredamos- es difícil contemplar plenamente al ancho mundo. Pero añoramos plañideramente el azul del mar, nos embanderamos cada 23 de marzo y una marcha militar nos eriza la piel y cuando no, nos arranca uno que otro lagrimón, porque, dicho sea de paso, los bolivianos también lloramos con pasmosa facilidad, sobre todo cuando entre pecho y espalda tenemos un trago demás. Pero sea dicho en nuestro favor que en verdad hay que ser muy severos para no gemir escuchando la “Despedida de Tarija” interpretada, como corresponde, por la banda militar dirigida por el maestro Cuba o “En las playas del Beni” en voz de Gladys Moreno o el Himno Nacional en la versión de Fabio Zambrana, ese camba del chulito que se pasea el mundo siempre con su rotundo “Bolivia” en la frente.
Los bolivianos siempre creímos habitar un territorio demasiado lejano de los oropeles del llamado primer mundo, de quienes tal vez envidiamos algunas cosas y mal copiamos otras, demasiadas, pero persistentemente haciendo perdurar nuestra abigarrada identidad, siempre con un profundo eco de mediterránea soledad. A propósito, ¿qué será estar al otro lado de la luna? se preguntó un día el chaqueño Jesús Urzagasti, luego de escuchar esa afirmación en relación a Bolivia nada menos que de labios de García Márquez, una calida noche habanera, para luego responderse con absoluta certidumbre “Quizás habitar un territorio que se sustrae de la velocidad de un mundo efímero, curioso e insolente, seducido por la moda. Tal vez la soledad sin vuelta de hoja, esquiva al menor signo de frivolidad, insumisa frente al cálculo que delata a los mezquinos. Ni duda cabe: la aspiración de seres innumerables y pródigos, resumida en el ansia de una sociedad fraternal de veras. La verdad brusca de la miseria y el engaño. El silencio de convicciones que no se negocian”.
En cada eliminatoria a los mundiales de fútbol naufragamos en la frustración, pero aún así, cuando previo al último y ya nada decisivo partido, por lo desclasificados que estamos, si nos preguntan por nuestro pronóstico, siempre afirmaremos que ganaremos por más de tres goles. También vivimos con extraordinaria intensidad la política, al extremo que así como se dice que cada argentino es un DT de fútbol, en estas tierras cada boliviano es un vehemente analista político. Y los mejores de ellos, sin duda alguna, los taxistas.
Vivimos tiempos difíciles es verdad, estamos en el epicentro de un complejo proceso de cambio -transición estatal le llaman los analistas- que con sus luces y sombras, está haciendo que, acaso por primera vez en nuestra historia, nos miremos frontalmente en el espejo de la realidad y claro, hay muchas cosas que no nos gustan, nos perviven autoritarismos e intolerancias sin signo político, el egoísmo no nos es ajeno y también descubrimos que algunos desde siempre jugaron haciendo trampas.
Sin dudar creo en las luces de estos tiempos, pero también soy consiente de que las sombras son inevitables, sucede que la historia, como alguien ya lo dijo, no es un escaparate, simplemente ocurre, presa también ella de azares y errores, humana al fin de cuentas, pero lo importante siempre será estar dispuestos a encender una vela en vez de maldecir a la oscuridad, como a su turno lo hicieron los bolivianos a los que acudo para conjurar el olvido y la nostalgia en esta calida noche tarijeña en la que borroneo estas líneas.
Pero aquí estamos y aquí estaremos a pesar de todas las adversidades. Porque la tenacidad y el trabajo, honrado y creador, no nos son ajenos. A pesar de las agoreras profecías que hablan de un país inviable nos aferramos a estas tierras como en su tiempo lo hizo Nicolás Flores, el primer criollo nacido vivo en las alturas potosinas cuando nadie creía que ello era posible, “parido el día de natividad, vivió y fue el primero que se logró de los que en Potosí nacieron” como cuenta un cronista de la época, que también afirma que el cura a tiempo de bautizarlo sentenció “porque Nicolás te llamas, vivirás”.
Y siempre que pienso en la tenacidad de los bolivianos se me viene a la memoria las historias que escuche de labios de Mbaranday Machirope, un líder guaraní chaqueño ya muerto, cuyo abuelo caminó durante meses desde su natal Ñaurenda hasta la lejana Sucre, entonces la sede del gobierno, pues esto ocurrió en el siglo XIX, cuando gobernaba Mariano Baptista. Reclamaba sus tierras, esgrimiendo para ello un viejo título colonial donde el Virrey de Toledo les concedía la propiedad de ellas. Nadie le llevo el apunte en la aristocrática ciudad, pero a su regreso el viejo guaraní hizo jurar a toda su familia que ese título pasaría de generación en generación hasta que finalmente se cumpla, al nieto Mbaranday, un siglo después, le correspondió consumar ese designio. Y a él un siglo nunca le pareció demasiado tiempo, tal vez por lo sabio que con certeza era y acaso también porque escuchó ese chamamé chaqueño que dice que “la paciencia es la vieja ciencia con la que los pobres cambian la historia”.
Tenaces también fuimos los bolivianos en Boquerón. En efecto, de todas las dolorosas circunstancias que le toco padecer al país en los tiempos de la guerra chaqueña, Boquerón es quizás la que de manera más lúcida simboliza el empeño de la nación por llegar a ser a pesar de todas las adversidades. Porque además de la grandeza épica de la hazaña bélica de Marzana y de ese ejército de seres harapientos pero luminosos que junto a él se inmolaron en el cerco paraguayo, Boquerón es un hecho social que perdura hasta nuestros días. En la construcción del imaginario nacional es el mentís más formidable a los discursos negadores de la viabilidad de Bolivia como nación y que con el tiempo habrían de cristalizar en lo que Francovich llamó el “mito del destino adverso”. Así, de la llamarada chaqueña, emergerá además de una conciencia nacional, el sentimiento de que aún desde las ruinas Bolivia puede llegar a ser. En ese poder ser está la clave del destino posible de la nación.
Pero en estas tierras hay heroísmos de toda estirpe. Solo hace unos días el Clarín de Buenos Aires entrevistaba a Rubén Darío Suárez, un joven cruceño que hizo realidad uno de los proyectos culturales más relevantes de estos tiempos. Recopilando partituras de las misiones Chiquitanas del siglo XVII, la Orquesta Sinfónica Boliviana Hombres Nuevos se convirtió no solo en un referente mundial en este tipo de música, sino igualmente en una oportunidad de vida para cientos de niños y niñas. “Esta música es nuestra, es única y nos sentimos dueños de ella. Es lo único que tenemos que no tienen otros", dice Rubén Darío en la entrevista en cuestión, donde también se da cuenta de una leyenda chiquitana que afirma que “para atravesar el río del olvido, y reunirse con los antepasados, hay que ser capaz de tocar buena música sobre el lomo de un yacaré, porque sólo los yacarés y un violín desafían el olvido”.
También solo hace algunos meses los bolivianos nos propusimos una tarea que tal vez en el fondo solo unos cuantos creían que era posible: crear en muy poco tiempo un nuevo padrón electoral, biométrico esta vez. Esta desafiante faena fue emprendida por millones de ciudadanos y hoy sabemos que está plenamente cumplida. Se ha superado, hasta la fecha, con casi el 10 % la meta prevista. Una verdadera proeza ciudadana y una indiscutible adscripción a la democracia.
Sí, adscritos a la democracia, porque a pesar de todo, los bolivianos siempre terminamos pactando, al borde de un abismo y buscando desesperadamente el próximo, es verdad, pero mal que bien dentro de las reglas, algo difusas a veces, de la democracia, que ya es un patrimonio colectivo. Y eso no es poca cosa, sobre todo cuando hoy sabemos que, por ejemplo, en el Perú, un país tan parecido al nuestro, y hoy tan dolorosamente lejano, el proceso de emergencia senderista y la consiguiente represión fujimorista costó más de cincuenta mil dolorosas muertes.
Los bolivianos somos apasionados en extremo, siempre nos creemos embarcados en descomunales e inéditas tareas, tal vez porque ejercemos concienzudamente nuestra mediterraneidad y desde las montañas que erigimos –mayores a las que por destino heredamos- es difícil contemplar plenamente al ancho mundo. Pero añoramos plañideramente el azul del mar, nos embanderamos cada 23 de marzo y una marcha militar nos eriza la piel y cuando no, nos arranca uno que otro lagrimón, porque, dicho sea de paso, los bolivianos también lloramos con pasmosa facilidad, sobre todo cuando entre pecho y espalda tenemos un trago demás. Pero sea dicho en nuestro favor que en verdad hay que ser muy severos para no gemir escuchando la “Despedida de Tarija” interpretada, como corresponde, por la banda militar dirigida por el maestro Cuba o “En las playas del Beni” en voz de Gladys Moreno o el Himno Nacional en la versión de Fabio Zambrana, ese camba del chulito que se pasea el mundo siempre con su rotundo “Bolivia” en la frente.
Los bolivianos siempre creímos habitar un territorio demasiado lejano de los oropeles del llamado primer mundo, de quienes tal vez envidiamos algunas cosas y mal copiamos otras, demasiadas, pero persistentemente haciendo perdurar nuestra abigarrada identidad, siempre con un profundo eco de mediterránea soledad. A propósito, ¿qué será estar al otro lado de la luna? se preguntó un día el chaqueño Jesús Urzagasti, luego de escuchar esa afirmación en relación a Bolivia nada menos que de labios de García Márquez, una calida noche habanera, para luego responderse con absoluta certidumbre “Quizás habitar un territorio que se sustrae de la velocidad de un mundo efímero, curioso e insolente, seducido por la moda. Tal vez la soledad sin vuelta de hoja, esquiva al menor signo de frivolidad, insumisa frente al cálculo que delata a los mezquinos. Ni duda cabe: la aspiración de seres innumerables y pródigos, resumida en el ansia de una sociedad fraternal de veras. La verdad brusca de la miseria y el engaño. El silencio de convicciones que no se negocian”.
En cada eliminatoria a los mundiales de fútbol naufragamos en la frustración, pero aún así, cuando previo al último y ya nada decisivo partido, por lo desclasificados que estamos, si nos preguntan por nuestro pronóstico, siempre afirmaremos que ganaremos por más de tres goles. También vivimos con extraordinaria intensidad la política, al extremo que así como se dice que cada argentino es un DT de fútbol, en estas tierras cada boliviano es un vehemente analista político. Y los mejores de ellos, sin duda alguna, los taxistas.
Vivimos tiempos difíciles es verdad, estamos en el epicentro de un complejo proceso de cambio -transición estatal le llaman los analistas- que con sus luces y sombras, está haciendo que, acaso por primera vez en nuestra historia, nos miremos frontalmente en el espejo de la realidad y claro, hay muchas cosas que no nos gustan, nos perviven autoritarismos e intolerancias sin signo político, el egoísmo no nos es ajeno y también descubrimos que algunos desde siempre jugaron haciendo trampas.
Sin dudar creo en las luces de estos tiempos, pero también soy consiente de que las sombras son inevitables, sucede que la historia, como alguien ya lo dijo, no es un escaparate, simplemente ocurre, presa también ella de azares y errores, humana al fin de cuentas, pero lo importante siempre será estar dispuestos a encender una vela en vez de maldecir a la oscuridad, como a su turno lo hicieron los bolivianos a los que acudo para conjurar el olvido y la nostalgia en esta calida noche tarijeña en la que borroneo estas líneas.
Comentarios
Hablar de Bolivia y de los bolivianos, no importa cuánto nos hayan tratado de decir lo contrario, nos sigue produciendo una profunda emoción, un recóndito amor, una chispa de heroísmo.
Es hermoso tu texto, y creo que necesitamos leerlo muchos...trataré de que así sea.
Un abrazo.
Homero