De cuando la diversidad se rebeló
Habitar mundos diversos es un privilegio. Vista desde la metrópoli la aldea tiene otro sentido y así recíprocamente. Ya Mariátegui lo había vislumbrado cuando reveló que fue recién en Europa cuando descubrió América. Sucede que solo siendo nativos de una pluralidad de mundos es posible entender, por ejemplo, que la palabra sencilla, arraigada en la sabiduría ancestral de quienes cohabitan con la tierra y sus misterios más profundos, tiene tanto valor como la que fluye en los receptáculos postmodernos del conocimiento: el libro, ahora digital, las redes, las imágenes siempre vertiginosas y la eterna, pero cada vez más tenue, memoria urbana. Sin embargo se trata de mundos aislados, es decir erigidos en islas, y que así permanecerán en tanto no sean expuestos a la luminiscencia de encuentros por obra de las palabras que, como bien sabemos, crean universos cuando son fraternas y sensibles a las texturas de lo diferente. De perseverar en lo contrario esos mundos están condenad